Mónica estudiaba conmigo cuando recién entré a la Villa ya muchos años atrás. Teniendo solo quince años, todo el mundo me miraba raro y yo, creyendo que era lo máximo en Literatura [carrera que estudiaba] me di con la realidad que no era nada ni nadie en comparación con el resto de estudiantes. Y no habría nadie mejor que Mónica para ayudarme a darme cuenta de ello.
En el primer año todavía no me fijaba en ella ni siquiera como amiga. Andaba más ocupado tratando de adaptarme a la nueva vida de la universidad, al nuevo ambiente en el que me tenía que desenvolver [el Centro de Lima] y a sacarme de encima a un idiota que se la prendió conmigo [así es, en la universidad todavía me lorneaban, para que vean] El primer año no fue muy bueno.
Pero en el segundo algo cambió. Debió ser que me di nuevos ánimos o que ya había agarrado más cancha. También ayudó el que me sentara más cerca de ella y su grupo, por lo que así pude llegar a relacionarme con más gente. Cabe destacar que los salones eran inmensos y fácilmente podías no llegar a hablar con alguien en todo el año; y si era alguien como yo con mucha más razón.
Fue así que se produjo la primera oportunidad de trabajar juntos en un grupo cuyo curso no puedo recordar. Si bien éramos cuatro en ese grupo, junto con mi mejor amigo y su mejor amiga, casi todo el trabajo lo hacíamos Mónica y yo. Así fue como empezamos a pasar largas horas en la humilde biblioteca de la facultad, contándonos tonteras y poco a poco haciéndonos amigos.
Desde ahí usábamos algunas mañanas para pasear por el campus. Aunque solo contara con tres patios y una cafetería, era divertido darle vueltas enteras atravesando y deteniéndonos en cada uno de ellos. Cuando nos saltábamos las clases hacíamos lo mismo o, llegando al límite de la monsedad, jugábamos ajedrez en las mesas con tableros. Nos gustaba pasar el tiempo juntos.
Fue Mónica la que me inició en uno de mis grandes fanatismos. Una mañana de mayo, en la cual se tenía que realizar elecciones para elegir al consejo universitario o algo por el estilo, esperaba en las afueras de la universidad cerrada junto al resto de estudiantes. Mónica me encontró entre la multitud y mientras pasábamos el rato me prestó un Dominical de El Comercio para leer.
– ¿Has leído este libro Mónica? –pregunté.
– Claro, tengo los cuatro –me respondió.
– ¿Y qué tales son?
– Buenazos. Si quieres te los presto. Te van a gustar.
El lunes siguiente, después de pedírselos, mi mamá apareció con los dos primeros libros de Harry Potter, los cuales leí y releí en dos semanas, quedando fascinado con ese nuevo universo y compartiendo mi nuevo fanatismo con Mónica.
Semanas después, cierta mañana de julio, la acompañé a la bulliciosa cafetería de la universidad. Mientras Mónica pagaba en caja lo que fuera a comprar, me detuve detrás de ella mirando el canal musical que emitía el televisor colgado en la pared de atrás. En realidad, no podía escuchar la música y me concentraba por identificar al grupo que aparecía en el desconocido video.
– ¿Te gusta esa canción? –me preguntó sacándome de mi estado de concentración.
– No –fue mi respuesta inmediata.
– A mí sí –continuó ella– Es una canción hermosa ¿no te parece?
– La verdad nunca la había escuchado.
– Deberías. Sé que te va a gustar –me dijo risueñamente.
Ese julio recibí uno de los pocos regalos de cumpleaños que haya tenido. Un CD de La Oreja de Van Gogh con la canción 'La Playa' resaltada en la parte trasera. Lo recibí agradecido y emocionado a pesar de todavía no tener en casa una radio que toque CD’s.
Lamentablemente, antes de finalizar el año, ya estaba hecho que tenía que abandonar la Villa. Los problemas de la universidad, la falta de clases y profesores y el hecho que a mi papá no le gustara mi carrera, se juntaron para que empiece a faltar descaradamente, a veces hasta semanas enteras. Al cabo de un mes, desperté un día y dije que ya estaba de vacaciones. Aunque así no lo fuera.
No volví a ver a Mónica. En ese tiempo los celulares no pululaban tanto como ahora, los correos no se pedían como quien pide la hora y el messenger se desconocía como fórmulas de física cuántica. La última vez que la vi, curiosamente me pidió que la acompañara a tomar su carro a la salida, cosa que nunca hacíamos pues tomábamos rumbos distintos. Quizás ella ya se lo imaginaba. Así como todo lo que ya sabía que me gustaría.